Pertenezco a una generación que ha sido preparada para desarrollar una carrera profesional, he tenido a mi alcance, al igual que mi hermano, todos los instrumentos necesarios para obtener una titulación. En el ámbito académico jamás llegué a sentirme discriminada por ser mujer, jamás se puso en evidencia mi capacidad para conseguir lo que me propusiera, al revés, siempre he tenido un refuerzo positivo que me ha ayudado a confiar en mis posibilidades. Así he llegado hasta donde estoy, trabajando en lo que me gusta y sintiéndome realizada profesionalmente. No concibo mi vida sin mis hijos, pero necesito mi trabajo, porque me hace crecer como persona y me permite cultivar mi mente.
Esta misma generación a la que
pertenezco ha crecido con el firme convencimiento de una igualdad de género,
que nadie pone en duda, pero que en
muchos aspectos está vacía de contenido. Porque es esta misma generación la que
impone su propia definición “madre”, un concepto cargado de
abnegación y sacrificio que acompaña a las mujeres desde que damos a luz, y que
inevitablemente propicia juicios de valor en nuestra vida familiar y profesional. En el trabajo está mal visto anteponer las responsabilidades familiares a las laborales, eso nos hace débiles, trabajadoras de
segunda, limitando la posibilidad de ascenso y la credibilidad como
profesional. En casa, nos debemos a nuestros hijos, y todo el tiempo que dedicamos al trabajo termina convirtiéndose en sentimiento de culpabilidad. A diferencia de
los padres, las madres somos juzgadas constantemente, y en muchas ocasiones por
otras mujeres, eso es lo peor de todo.